De los cinco años que duró el gobierno de Pedro Díaz sobre la diócesis de Ciudad-Rodrigo, 1338-1343, curiosamente el hecho más singular y destacado fue su muerte. Un acontecimiento prodigioso que ha perdurado en la memoria colectiva y que le dio la fama de obispo resucitado.
Crónica de un milagro:
Las fuentes escritas que han hecho perdurar este relato en el tiempo fueron dos tablas conmemorativas de los hechos, una conservada actualmente junto al sepulcro del prelado en la Catedral , y la otra, desaparecida, que estaba en la sacristía del monasterio de San Francisco. A partir de ambos textos, Sánchez Cabañas hizo una síntesis en la que consideraba a Pedro Díaz como natural de Ciudad Rodrigo y gran pecador, muy dado a los placeres carnales, los cuales no abandonó tras ocupar el episcopado. Afectado por una enfermedad mortal y ya postrado en el lecho, su criado comenzó a tener siniestras visiones. En la primera contempló a su señor sobre la silla episcopal mientras era acosado por conejos negros que trataban de roerle las vestiduras. La fulgurante aparición de un franciscano, saliendo de detrás de la cátedra, les hizo huir. Aprovechó entonces el fraile para decirle al criado que trasladara un mensaje a su señor moribundo: Que hiciera penitencia de sus pecados y confesara, porque aquellos animales eran demonios. Sin embargo, Pedro Díaz se burló de aquella visión porque consideraba su dolencia pasajera y de escasa gravedad. A los tres días el sirviente repetía experiencia: volvió a contemplar al prelado rodeado de tres perros amenazantes que pretendían despedazarlo. Nuevamente la intervención del franciscano le sacó del apuro, mientras le instaba a confesarse dada la cercanía de su muerte. El obispo informado del asunto, otra vez, hizo caso omiso del mensaje de su criado y éste, pasados otros tres días, tuvo una nueva alucinación: su señor, en esta ocasión, estaba ante un gran fuego con una caldera llena de pez hirviendo. Los demonios intentaban arrojar a Pedro Díaz al interior, mientras el fraile procuraba defenderlo detrás de la silla y le reclamaba la confesión de todos sus pecados. El criado, todavía dentro de la ensoñación, comentó al franciscano con qué poco crédito recibía el mitrado la narración de todas esas apariciones. Así que el fraile le proporcionó una prueba material más definitiva: hizo que el sirviente metiera el dedo índice en la pez hirviente de la caldera. Ya despierto, corrió el criado a referir aquella experiencia a su señor agonizante y le mostró el dedo quemado. Sólo entonces Pedro Díaz reaccionó y, muy asustado, aceptó confesarse por la gran devoción que tenía a San Francisco. Al poco de recibir aquel sacramento murió.
La familia del prelado encubrió el fallecimiento tres días. Unas jornadas que emplearon en distribuirse el patrimonio del difunto. En la mañana del cuarto día celebraron los oficios fúnebres en la Catedral , en mitad de los cuales el obispo se puso en pie y, según la citada tabla conservada y expuesta hoy día junto a su sepulcro, dijo: No huyáis de mí, porque como verdaderamente estuve muerto, ansi agora estoy vivo. Sabréis que luego que mi ánima salió del cuerpo, fue llevada a juicio y condenada para siempre porque en la confesión que hice no tuve entera contrición del pecado público en que estaba envuelto ni tuve intento de apartarme de él, puesto que enseñé al contrario por señales exteriores. Mas el Bienaventurado Padre Sant Francisco a quien yo tuve siempre por singular devoción, me socorrió en aquesta ora y fue singular abogado alegando por mi parte tres cosas: la primera la gran devoción y fe que siempre tuve en el, la segunda las infinitas limosnas que hice a los frayles de su orden con tanta donación que todo lo que yo poseía más era de los frayles que mío. La tercera la confianza que tuve puesto que muy pecador, que no acabaría en mal por los méritos de nuestro Padre Sant Francisco E alcanzó a Dios nuestro Señor que volviese mi ánima al cuerpo por espacio de veinte días para hacer penitencia de mis pecados después de los cuales tengo de morir. Transcurridos los veinte días, en los que hizo penitencia y ordenó sus asuntos, falleció en mayo tras predicar con fervor y loar a San Francisco de Asís y a sus frailes. La orden franciscana desde esa fecha ganó en respeto y admiración dentro de la ciudad.
El milagro como Exempla medieval:
Aunque resulta imposible entrar en la veracidad de esta leyenda, sí que podemos analizar algunos aspectos de la forma en que nos ha sido transmitido, así como del contexto histórico en el que se produjo. A este respecto podemos decir que las historias sobre religiosos resucitados no eran inusuales en el siglo XIV. De la mano, mayoritariamente, de monjes y frailes las apariciones y resurrecciones de muertos de diversa condición social que regresaban al mundo para reclamar atención, resolver cuestiones pendientes o informar y aconsejar a los vivos sobre diversas materias proliferaron en la literatura pastoral de aquellas décadas. De tal modo, que esta narración se encuentra trufada de interesantes elementos teológicos muy difundidos durante la Baja Edad Media castellana. El primero de ellos que cabe resaltar se refiere a la estructura del relato que claramente adoptó la forma de un exempla medieval. Este era un tipo discurso muy querido por las órdenes mendicantes para instruir deleitando en sus predicaciones y con una fuerte carga didáctica y moralizante. En este sentido, el carácter ejemplar de la resurrección de Pedro Díaz resulta indiscutible. No estamos ante una crónica fiel de lo acaecido, sino ante la enseñanza que de ello cabe extraer. Por eso, cuando el obispo resucitado habla, sus palabras no están destinadas a los presentes que le miran estupefactos, sino a todos los que tiempo después escucharán aquella historia. El mensaje se adueña del milagro y éste destina toda su espectacularidad a convertirse en medio, en excusa, con la que adoctrinar a los descarriados de cualquier época. Es lo que algunos autores han llamado hacer uso de un curioso y particular tiempo verbal: el presente eterno.
¿Recibir sentencia tras morir o esperar al Juicio Final?:
Estamos, por tanto, ante un mensaje con vocación de permanencia. Sin embargo, las enseñanzas que de él se derivan no eran algo genérico. La narración ponía el acento en aspectos doctrinales muy precisos. Con la resurrección de Pedro Díaz, más o menos veladamente, se estaba aludiendo a la automática retribución post mortem de las faltas cometidas en vida. Desde el período patrístico la Edad Media arrastraba un debate teológico acerca del estado del alma tras la muerte del cristiano. Uno de los puntos de aquel debate era saber si se producía o no un juicio individual e inmediato después del fallecimiento y, en caso afirmativo, como conciliar su existencia con aquel Juicio Final recreado por el Apocalipsis de San Juan. La escolástica, liderada por Tomás de Aquino, argumentó a favor del doble tribunal, el primero apenas muerto el creyente y el segundo, general tras la nueva venida de Jesucristo. El primer enjuiciamiento sería incompleto y referido al alma. El segundo afectaría también al cuerpo. Esta postura, generalmente aceptada por los pensadores eclesiásticos, obtuvo respaldo canónico en 1336 con la bula Benedictus Deus sancionada por Benedicto XII. La necesidad de este escrito pontificio se derivó de ciertos sermones pronunciados por su antecesor, Juan XXII, en los cuales se había mostrado partidario de un único juicio al final de los tiempos, soslayando así la inmediata retribución post mortem. Pedro Díaz murió siete años después de que el papa Benedicto XII pronunciara aquel dictamen concluyente. Su leyenda quizás se vio influida por esta polémica y pudo servir de prueba gráfica a favor de la doctrina del doble enjuiciamiento, dentro de la cual se sitúa claramente el relato de su resurrección. El obispo, nada más volver a la vida describió al detalle a ese primer tribunal como si de una audiencia terrenal se tratase: con juez supremo, abogado y reo.
El arte del bien morir: Confesión, penitencia y franciscanismo.
En la Edad Media como en cualquier otra época se muere. Pero el sentido otorgado a la muerte no siempre fue idéntico, aún dentro del mismo credo religioso. En los últimos siglos del período se produjo una exaltación de la conciencia individual de la muerte, asociada con el citado juicio inmediato post mortem, que fue desplazando, poco a poco, a aquel otro sentido del morir más colectivo y preconizado por el Juicio Final y el Apocalipsis. Por esta razón, el momento del fallecimiento ganó en importancia y recibió un notable valor espiritual. La hora postrera en la vida de un cristiano acabó entendiéndose como una oportunidad crítica para conseguir la salvación del alma y triunfar sobre el demonio. El ars moriendi o arte del bien morir fue la imagen escrita más completa de este sentir generalizado. Se trataba de un pequeño opúsculo, muy divulgado en toda Europa desde el siglo XV, y que daba forma clara y sintética a esa renovada concepción del fallecimiento. Concebía el lecho del moribundo como un campo de batalla, en torno al cual, las fuerzas del bien y del mal luchaban por conquistar el alma del pobre desahuciado. La agonía de Pedro Díaz se movió perfectamente en estos parámetros y, como el propio ars moriendi divulgaba, hizo de la confesión el instrumento más importante a la hora de ajustar las cuentas pendientes con Dios.
Precisamente, otro de los mensajes teológicos que se quiso transmitir con esta narración fue resaltar la inutilidad de la confesión cuando se realizaba sin la debida sinceridad. La falta de arrepentimiento y de propósito de enmienda hacía de este sacramento una mera formalidad, sin capacidad para conseguir la reconciliación con Dios. En el siglo XIII se había pasado de una penitencia puramente tarifaria y mecánica, por la que cada pecado tenía pareja una sanción reparadora que no necesitaba de mayores detenimientos, a otra penitencia más sacramental e introspectiva que indagaba en la sinceridad del arrepentido y reclamaba su auténtica constricción para que la sanción tuviera efecto. Confesión y penitencia formaron así un binomio inseparable, además de ineludible y eficaz modo de purgar las faltas cometidas. Esta postura es la que defiende el milagro de Pedro Díaz. Más que ante un resucitado estaríamos ante un penitente que, tras franca y limpia confesión, recibió un castigo reparador de veinte días cuyo obligado cumplimiento debía realizar antes de regresar al Más Allá.
Por último, a lo largo de toda la narración y especialmente en el magisterio pronunciado al volver Pedro a la vida, se expresa una evidente exaltación del franciscanismo. El obispo dirige al público una vehemente invectiva para que lleven una vida cristiana y ordenada. Pero haciendo especial hincapié en el valor reparador que tenían las limosnas destinadas a los conventos de dicha orden, así como la altísima talla espiritual de San Francisco de Asís, quien, gracias a ser quien era y a la eficaz defensa realizada sobre Pedro Díaz, consiguió hacer cambiar de opinión al mismo Dios y que este reconsiderara su inicial sentencia condenatoria. Apostillaba la historia que, a partir de entonces, los frailes menores fueron muy estimados por las gentes, aunque ya llevaban instalados en Ciudad Rodrigo alrededor de un siglo[7]. El franciscanismo se apropiaba de este manera del milagro y lo utilizaba para erigirse en un poderoso camino de salvación, quizás en unos momentos donde el vigor de su espiritualidad no contaba con el eco social de los primeros tiempos y necesitaba renovarse.
Juan José Sánchez-Oro Rosa
Centro de Estudios Mirobrigenses (CECEL-CSIC)
Publicado en: Libro del Carnaval de Ciudad Rodrigo, 27 (2006) pp. 359-362.
No hay comentarios:
Publicar un comentario