Una de las grandes riquezas de nuestra provincia está en
su variedad de comarcas, con paisajes, gastronomía y arte que diferencian a
unas de otras y que SALAMANCA rtv AL DIA
recorrerá cada semana.
Llegando a la Sierra de Francia, el viajero rápidamente distingue el
inconfundible perfil de este macizo rocoso, de 1.783 metros de altura. En su
cima se levanta un santuario dominico, que acoge a la Virgen Morena, patrona
de la provincia salmantina. Una hospedería, varios miradores y una torre de
comunicaciones completan el conjunto.
El topónimo Francia está relacionado con la repoblación medieval de
estos parajes con gentes venidas de lejanas tierras. Según una leyenda, fue un
estudiante francés, Simón Vela, quien encontró en una gruta la figura de la
Virgen en 1434. En honor de ella tiene lugar una romería el 8 de septiembre.
Una carretera sinuosa lleva hasta lo alto, dejando atrás masas de robles y
pinos. Es muy recomendable subir hasta allí y dejar que la vista se pierda en
el horizonte, hasta divisar las tierras extremeñas. Entre cortados y miradores,
no es raro encontrarse con ejemplares de cabra montés, dueñas de estos riscos.
Una ascensión iniciática
Dice Antonio Colinas: Cuando escribo esta página es quizá el mejor momento
para entrar en comunicación con ese espacio especial que es la Peña de Francia:
los robles han llegado a la plenitud de su coloración y, entre ellos y los
esbeltos pinos, los helechos adquieren esa tonalidad encendida del bronce o del
rojo ardorosos que le proporcionan al viajero que asciende una experiencia
imborrable: sin más vamos ascendiendo hacia otra realidad.
Tiene mucho de vía con sorpresas, de ascensión iniciática, la subida hacia
esta cima rocosa que, ya desde la distancia, reclama nuestra atención por su aguda
forma de seno. Sin duda, la Peña es un lugar sagrado ya desde los orígenes de
los tiempos; sin duda, ya antes de la cristianización e incluso de la
romanización (muy cerca las minas de El Cabaco), éste era un lugar emblemático
para los moradores de sus aledaños, precisamente por esa facilidad con la que
el monte nos permite comunicarnos con lo que se halla arriba, con lo celeste,
con lo que se desconoce. Y en la ascensión está precisamente, sin más, la
iniciación.
Ya vemos cómo hablar de la Peña de Francia, de esta especie de omphalos (u
“ombligo del mundo”), lleva consigo no ignorar cuanto este monte nos ofrece en
sus alrededores: el inconfundible pueblo de La Alberca, el monasterio de
Batuecas (a su vez, en sus alrededores, arroyo arriba, hay esas grutas con
pinturas rupestres que nos hablan de los orígenes remotos que subrayábamos),
las ruinas de la Casa Baja, Santa María de Gracia, el Zarzoso o lo que el poeta
José Luis Puerto ha llamado, en su espléndida Guía de la Sierra de Francia –no
en vano él nació y formó estéticamente su mirada aquí–, “los conventos
perdidos”; esos lugares más apartados e ignorados, sólo leves restos ya, en los
que sin embargo estos parajes serranos le siguen ofreciendo al hombre
desnortado de nuestros días no pocos secretos, no pocos momentos de plenitud,
los que nos permiten rozar la felicidad y recuperar la lúcida consciencia.
Otra realidad
Lugar, pues, sagrado por excelencia el de esa cima que llega a los 1700
metros de altitud. Desde allá arriba –al margen de esa sensación de estar,
gracias al santuario, muy cerca de lo sagrado– la sorpresa mayor es la que
asalta a nuestras miradas, cuando éstas se pierden en espacios que Giacomo
Leopardi, el poeta romántico italiano, reconocería como de infinitud. Hacia
donde quiera que la mirada vuele, hacia cualquiera de los cuatro puntos
cardinales, nuestros ojos entran en contacto con esas lejanías y horizontes de
cabrilleos y de reverberaciones, en las que, según el día y la climatología, se
nos revelan sensaciones que aquí, y sólo aquí, se pueden dar. Hay por tanto
allá arriba, además de esa presencia de lo sagrado en el santuario mariano, un
diálogo con lo infinito que la contemplación nos ofrece de la más rotunda y
caudalosa de las maneras.
He hablado de ese momento ideal del otoño pleno para ascender a la Peña de
Francia, pero recuerdo también otro día muy especial de ascensión a esta cima:
el de un día borrascoso de invierno. Subíamos con cuidado, entre la nevada
incipiente, sin saber que, ya estando arriba, se desencadenaría una borrasca de
viento y nevisca que nos sacó de nosotros mismos y que nos condujo, ahora sí, a
otra realidad. Se habían helado de golpe los escalones del santuario, pero
pudimos llegar hasta el interior del mismo y gozar doblemente de esa sensación
de reparo y calor que siempre llevan consigo estos lugares. Se calmó luego la
tormenta y pudimos descender, sin demasiada nieve aún en la carretera, en medio
de una atmósfera de alucinados blancores sin fin.
Pero lo normal es que la ascensión a la Peña de Francia vaya acompañada del
buen tiempo y de la claridad de la luz, de tal manera que la contemplación de
los horizontes sea extremadamente dilatada y placentera. Allí arriba nos
demoramos, gozamos del sol y de su luz, y pasa por nuestra cabeza el no querer
regresar a ese mundo de los humanos, con sus problemas y tensiones, que abajo
vela el paisaje azulado, las masas de pinares y robledos, los valles suaves o
profundos. Quisiéramos demorar por siempre esa sensación de plenitud que nos
concede la altura, la respiración del aire purísimo y la contemplación. Pero
sabemos que, abajo, esta tierra nos espera aún no con sus problemas y
tensiones, sino precisamente con sus secretos aún no desvelados.
Lugar de secretos
Ya dirijamos luego nuestros pasos hacia Batuecas y
las Hurdes, ya descendamos entre nuevos robles encendidos hacia la hondonada de
Mogarraz, ya avancemos hacia las sorpresas de otra sierra, la de Gata, siempre
va con nosotros esa sensación de infinitud que nos fue comunicada allá arriba,
en la cumbre rocosa. Es, por ello, la visita a la Peña de Francia, como el
preludio de esa otra visita mucho más variada y compleja a los distintos
lugares de la sierra o las sierras. Supone la visita a este lugar ponernos en
contacto con una ruta de rutas, con un sendero –ese que también podemos seguir
a pie, al margen de la carretera– que lleva a otros senderos borgianos que, a
su vez, se bifurcan.
La ascensión a la Peña
de Francia nos equilibra, nos lleva a la armonía a través de la plenitud que ha
supuesto la ascensión y la contemplación. Luego, ya serenados, viene el
descenso, ahora entre la luz roja del ocaso que filtran los ramajes encendidos,
los helechos de verdeoro. Más tarde, esos momentos de consciencia que arriba
hemos vivido, nos han preparado para entrar de manera más clara y más limpia en
la verdad de esta tierra que, a su vez, se nos entrega en otras evidencias que
nos remiten a la indumentaria y al teatro popular, a la arquitectura genuina y
una gastronomía peculiar.
Visitar, pues, la Peña de Francia supone una iniciación que raramente se da
al contacto con otros lugares o paisajes emblemáticos. Visita que sorprende
siempre extraordinariamente al viajero que llega a ella por vez primera. Es un
lugar rodeado de secretos. Y lo tenemos ahí, tan cerca, en estos tiempos de confusión
y de ruidos sin fin, con sus silencios que hablan y que nos hablan.
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